Estira el brazo, largo y fino, para alcanzar la caja de Marlboro. Con los dedos de la mano derecha, también largos y finos, la abre suavemente y saca el último cigarrillo que queda. Baja el tabaco contra la mesa ratona de madera, con golpecitos suaves. Juega durante un rato a apretar el filtro entre los dedos y ver cómo se hunde y después se vuelve a expandir. Abre la boca y pone el cigarrillo entre los dientes. Juega a subirlo y bajarlo, apretarlo y soltarlo, lamerlo un poco.
Una mano pálida le alcanza impaciente un encendedor desde el costado izquierdo de la escena. Él lo agarra con parsimonia. Juega con la piedra; lo enciende, suelta el botón. Finalmente, prende el cigarrillo dando una larga chupada que quema la punta dejándolo negro, infumable.
La misma mano pálida le alcanza una botella de vidrio con muy poco vino tinto en el fondo. Se lleva el pico a la boca y una mezcla rancia chisporroteante y ácida le invade el paladar y la lengua, los dientes y las encías. Ve entonces con claridad el fondo de la botella vacía. Pega una pitada infinita al cigarrillo, infla los cachetes para sostener el humo sin tragarlo y acerca de nuevo el pico a la boca.
Expulsa entonces la bocanada adentro de la botella verde y, con un corcho de madera, la tapa. El humo gris queda cautivo, haciendo firuletes adentro de la botella, y él vuelve a dar una pitada infinita, que quema el cigarrillo y deja la punta negra, infumable.