Pero algo era distinto esta vez: los problemas habían empezado antes de dormir. Apenas apoyó la cabeza en la almohada se dio cuenta de que había un olor agrio, duro y amargo en el aire. No solamente en su cuarto, también en toda su casa, en la calle, en la vereda, adentro de los autos. Era inevitable. Le hacía doler los bronquios, arder los ojos, exhalar lágrimas. Después de unos minutos comenzó a preguntarse qué clase de mierda (orgánica o inorgánica, quién sabía) estaría causando ese olor.
Se incorporó entonces sobre su cama y se acercó a la ventana, esquivando sin mucho éxito la ropa tirada en el piso. Asomó la cabeza hacia afuera y entonces lo vio por primera vez. Buenos Aires, siempre tan altiva y envolvente, estaba cubierta, invadida casi, por una nube áspera de humo gris. Era directamente una cortina traslúcida que le impedía ver con claridad los edificios, no solamente los del fondo, que ni siquiera se adivinaban, sino directamente los que estaban a unos cortos metros de distancia.
Dominado por la somnolencia, caminó hasta la cocina. Se calentó un café con leche y decidió acompañarlo con un paquete entero de galletitas dulces. Levantó una de las sillas de plástico apiladas al lado del lavarropas y la sacó al balcón.
Con los pies apoyados en la reja y el culo casi afuera de la silla, se tapó con una frazada que había encontrado por ahí y se dispuso a tomar su café, registrando con una precisión casi científica cómo el humo estático le carcomía la vista. En la boca le ardía una mezcla ácida de café, chocolate y humo, que se volvió más punzante cuando prendió un cigarrillo armado y exhaló el humo nuevo, junto con el viejo.
La taza quedó vacía en poco tiempo, y el paquete de galletitas todavía no se había terminado. Decidió que se quedaría otro largo rato observando el humo que, de todos modos, no le permitiría conciliar el sueño: no estaba dispuesto a correr el riesgo del ahogo esa noche. Y sería precioso, tal vez, ver el alba ahumada.
Buenos Aires parecía sumida en un universo paralelo, en un mundo dominado por leyes distintas, tal vez las mismas que gobiernan la ficción. La tiniebla era una constante a la que no había manera de escapar. El olor áspero se pegaba en la ropa, en el pelo. Se sentiría hasta en la ducha, adivinó. Las luces de la calle y las de los edificios se prolongaban metros y metros sobre el humo, sin en realidad iluminar nada: la nube deglutía cada uno de los fotones, que se diluían luego en el hollín. La luna era simplemente una mancha blanca, totalmente informe, colgada en el cielo gris. Desde el balcón de su séptimo piso era difícil reconocer el contorno de los gatos que merodeaban la vereda. Tampoco podía oírlos, realmente. Parecía que el humo se lo tragaba todo.
Se acurrucó con dificultad en la silla de plástico y esperó a que la ciudad despertara sorprendida, sumergida en una ficción eternáutica que, sólo a él, no le permitía dormir.