sábado, 24 de marzo de 2007

El frío en los huesos

Digo basta. Digo que no quiero esperar más, que llegó la hora de enfrentar mis miedos y entrar a ver qué hay. El grupo entonces toma coraje y decide que ya es momento (claro, nadie sabe bien lo que nos espera). Nos levantamos despacio, a destiempo, y caminamos hacia la puerta de vidrio.
Salimos al aire libre, a una calle interna de la escuela. Caminamos derechito conversando superficialmente sobre las historias del lugar, sobre cómo se recuperó esa parte y por qué la otra todavía no, sobre cómo era este lugar antes de todo y en qué se convirtió después. Mientras tanto, en la avenida, nada cambia: la gente sigue pasando sin saber que nosotros estamos a punto de enfrentarnos cara a cara con un lugar que hasta hoy resultaba mítico.
Rodeamos el edificio admirando el verde del parque y llegamos a la puerta de entrada. Estamos ya muy cerca, en el estacionamiento. El frío nos invita a refugiarnos adentro, creyendo inocentemente que el edificio nos resguardará un poco. Alguien nos abre la puerta angosta a una galería vidriada y de a uno vamos entrando. Caminamos hacia el Salón Dorado, pasando por la escalera tapiada, el ascensor arrancado de su lugar, el baño/cabina telefónica. Es momento de conocer el sótano. Como no podemos usar la escalera tapiada, la original, debemos salir nuevamente al estacionamiento para bajar por el acceso exterior. Casi no siento las manos del frío. Los carteles lo indican todo: después de ese gélido subsuelo venía el punto final de una vida.
Volvemos al interior del edificio: nos toca subir al primero, segundo y tercer piso. Por los dos primeros pasamos rápido, solamente entramos a ver una habitación (numerada, alfombrada, pequeña, incómoda, marrón).
Ahora nos toca visitar la tercera planta. Acá recorremos todos los sectores leyendo cada uno de los carteles. Primero el lado izquierdo del pasillo, después el derecho. Casi no hay luz natural. Pasamos por tres oscurísimas habitaciones destinadas a mujeres embarazadas. Por último, el baño, según testimonios, igual al original (azulejos amarillos, dos puertitas, techo alto, mal olor). Continúa la visita con un recorrido por Capuchita. Subimos una escalera muy empinada y angosta y llegamos al lugar más alto del edificio.
Comenzamos entonces a bajar las escaleras y en cada escalón pienso en alguien que pudo haberlo pisado primero en un rapto de identidad. Pero el edificio no dice nada de todo eso: no es otra cosa que cemento, madera. El que no sabe antes de venir, no entiende nada tampoco cuando se va. La escuela no tiene marcas, no hay huellas, no hay firmas. Uno imaginaba que visitaba este lugar y en cada azulejo escuchaba un llanto, en cada puerta tocaba un cuerpo, en cada ladrillo imaginaba un secuestro. Pero no. Termino mi visita a esta escuela tan pulcra pensando que este lugar no dice nada de todo lo que pasó, no dice nada de nada, pero la verdad es que a mí nunca se me heló tanto la sangre.

Escuela de Mecánica de la Armada, 22 de Julio de 2005.
1976- 24 de marzo- 2007. Nunca más!

viernes, 9 de marzo de 2007

El iconoclasta

No recuerdo bien cómo conseguí su número, pero sé que tardé meses en decidirme a llamarla. Tampoco sé qué fue exactamente lo que me movió a hacerlo (quizás haber visto otra de sus maravillosas películas la noche anterior o la conversación con Ernesto luego del film). En fin, el teléfono sonó largo rato hasta que una voz de anciana fumadora empedernida rompió la calma del silencio.
-NO, yo no doy entrevistas de ninguna clase. No tengo contacto con ningún periodista. [Pausa] De hecho, no tengo contacto con nadie.
Fue duro escuchar a la viejita negarse terminantemente a concederme el espacio. Uno siempre cree que es EL fanático y que por uno sí hará la excepción. Y yo también lo creía. La voz tardó largo tiempo en convencerme de que yo no tengo absolutamente nada diferente de todo el resto (sí, con esa palabra: RESTO, la peor de todas las escorias). Cuando no pude soportar más el rechazo, colgué abruptamente.
Lo hablé con Ernesto durante una semana entera. Al principio fue porque quería conocer su opinión de aficionado. Después sólo buscaba consuelo (y la verdad es que no lo conseguí).
Lo pensé solo y acompañado. No encontraba forma de sentirme mejor, hasta que me iluminé: se me ocurrió que había un modo de solucionar mi malestar.
-No lo sé, joven. Déjeme pensarlo. No es tan sencillo.
La idea era buena: no necesitaba ver mi rostro ni mostrar el suyo, solamente tenía que hablar por teléfono y, hasta donde yo sabía, eso no le molestaba tanto.
-Es cierto, pero no estoy segura de poder hacerlo. Además, no sé cuánto le podría servir a usted (no debería preocuparme por eso, de todas maneras). [Larga pausa]. Le concederé una entrevista con la condición de que no vuelva a insistir en hacerla tête à tête.
Obviamente, acepté. Es cierto que una entrevista telefónica no era el sueño de nadie, pero era lo más cercano que podía conseguir.
Esa misma noche le transmití mi emoción a Ernesto.
-Eso es demasiado poco. A mí no me alcanzaría con escucharle la voz. Te vas a perder todos los gestos, cosas importantes. Además es probable que no te dé todo el tiempo que quieras.
Me molestó bastante su pesimismo. Siempre fui consciente de que no sería lo mejor, pero ¿qué otra posibilidad había? Era eso o nada (y a la nada sí que no se le puede sacar el jugo).
Al día siguiente había que llamar a la vieja, así que comencé a pensar las preguntas. Quería saberlo todo: cuándo y por qué se había recluido (¿no extrañaría la producción artística ahí encerrada?). Necesitaba algo que la vieja nunca había hecho: una autocrítica de sus películas más importantes y una opinión sobre sus más destacados y polémicos críticos. Sabía que era difícil.

-No sé si mi reclusión tiene un motivo específico. No me lo he planteado aún. [Pausa]. Lo que sí sé es que no se parece para nada a un capricho, y yo lo disfruto mucho.

-¿Quién le ha dicho a qué me dedico aquí dentro? ¿De dónde ha sacado usted ese disparate de que mi producción artística ha cesado por mi reclusión?

-No dude de mi palabra, joven. Yo no dudo de la suya. El hecho de que mi nueva producción no se haya hecho pública no quiere decir que no exista. Simplemente quiere decir que la guardo para mí misma, que prefiero que se quede aquí a mi lado. El artista no pierde nada si su producción no se conoce. Aquí adentro mis obras son solamente mías.

-Es un tema complicado, lo reconozco. Pero, ¿hasta qué punto se cree usted con derecho de cuestionar si es arte o no? Porque eso es lo que usted ha hecho: ha sugerido que si no lo exhibo es solamente una forma de balance espiritual personal. El destino final no determina la condición artística de mis obras ni de las de nadie. Y un párvulo como usted no va a ser quien lo cuestione; no sobre mis obras, al menos.
Con respecto a lo segundo, no, no lo considero una actitud egoísta. Yo he hecho de todo: novelas, cuentos, películas, fotografías, pinturas, esculturas (sólo me falta construir edificios). [Risas]. Después de todo eso, no tengo por qué rendirle cuentas a nadie. Yo tengo el derecho de elegir a quiénes va destinada mi nueva producción sin tener que sentir compasión por los que se la pierdan. Creo humildemente que ese derecho me lo ha dado mi trayectoria. Así que no, no me siento para nada culpable de no mostrar mi nueva obra. Y no crea que es una actitud elitista, porque de hecho no hay ningún grupo selecto y reducido al que muestre mi arte.

-Sí, creo que es justo decirlo así: todos se lo pierden (menos yo).

Este tema quedó flotando en mi cabeza por mucho tiempo. Aún hoy sigo dudando de que tenga razón. Eso sí, no tengo ninguna duda de que era una actitud egoísta, por más pretexto artístico que haya intentado poner.

-Disculpe si no le resulta muy agradable, pero la verdad es que no me gusta realizar críticas de mis obras. Y, con respecto a lo segundo, simplemente voy a decir que no me parece una actividad muy legítima vivir de criticar la obra de otro o de otros. Muchas veces inflaron mis películas (mis producciones en general); otras veces las cuestionaron de más. En realidad, yo nunca le di mucha importancia a la opinión de los críticos. A mí me importaba la opinión de las personas que veían mis obras como arte. Los críticos muchas veces tenían opiniones condicionadas por su actividad y no por su apreciación artística. Es como si la gente se dividiera en dos: los que dan una opinión personal, interesante, atrevida, polémica y los que opinan en base a lo que les pide el medio con la excusa de que es su trabajo. Algunos pocos críticos pertenecen a la primera clase de personas y esos son los legítimos e interesantes.

-Cuando todavía no me había hecho conocida me ganaba la vida trabajando de cualquier cosa que se requiriera y yo pudiera cumplir (y las que no pudiera también, en realidad). Hoy en día vivo del dinero que me dieron mis hijos no biológicos, porque los de carne y hueso no sólo no me dieron nada sino que directamente viven de mí y de la fama de sus hermanos-ficciones. [Risas].

La vieja se estaba poniendo cada vez más jugosa. Empecé a hacerme la ilusión de que en algún momento me iba a recibir en su casa, con limonada tibia y galletas de arroz. Claro que las esperanzas duraron poco: no sé si fue por su ciclotimia o su aire de diva, el hecho es que al día siguiente no me atendió el teléfono. Intenté varias veces, con cierto estilo de adolescente desesperado. Pensé de todo. Siguiendo con la lógica de púber, me imaginé que todo lo que habíamos hablado el día anterior le había hecho replantearse su reclusión y que hoy había salido, aunque fuera solamente a hacer las compras. Después de pensarlo un rato, me di cuenta de que eso era sobreestimarme demasiado y ella no me había dado lugar. Después me imaginé que había tenido un accidente doméstico y nadie lo sabía porque, claro, vivía sola, no la visitaba nadie. Tal vez se había caído en la bañera y se había roto la cabeza, o había habido una fuga de gas. Al día siguiente ella misma me sacó de la duda.
-Obviamente eso es imposible, joven ¿Cómo imagina que consigo lo que necesito? No vivo sola. Tengo quien se encargue de las compras y los mandados.
En realidad, desconecté el teléfono. Simplemente no quería que empezara a hacerse ilusiones de que nuestros encuentros dejaran de ser virtuales. No quiero lastimarlo.
Fue lo peor que me podría haber dicho. No sólo me decía “joven” y me trataba de usted, además me tenía pena. Esa era una frontera inquebrantable. El desafío era cada vez más tentador: ya no me interesaba tanto su carrera como lograr conocerla, dejar de ser el párvulo.
Empecé a pensar preguntas cada vez más incómodas: sus affaires, los escándalos con actores (y actrices), su presunta homosexualidad, el desastre de sus hijos biológicos.

-Le pido por favor que no me falte el respeto: deje de hacerme esa clase de preguntas. En primer lugar, mis affaires, como usted los llama, no tuvieron (y tienen cada vez menos) influencia en mis obras. No se olvide: yo nunca “me declaré”. Y nunca lo voy a hacer porque no creo que mi vida privada tenga nada de interesante. Punto. No se hable más del tema.

-Si quiere saber algo sobre mis hijos biológicos, va a tener que preguntarles a ellos. Lo que yo le puedo decir es que hace tiempo que no surgen escándalos nuevos, y los viejos ya los conoce todo el mundo [Larga Pausa] ¿Usted escribe? Se lo pregunto porque quiero hacerle una propuesta [El lector sabrá imaginar mi emoción].
Así no hubiese sido cierto, igual le habría contestado que sí. Le conté sobre “La farsa”. Me propuso que lo mirara, lo perfeccionara todo lo necesario. Me dio su dirección para que se lo enviara cuando lo tuviera listo. Seré muy ingenuo, pero la verdad es que no se me ocurrió dudar ni por un momento de sus buenas intenciones. Ernesto fue un poco más suspicaz:
- ¿Qué le importa a ella que vos escribas? Hasta ahora todo el interés que mostró fue por ella misma.
A los pocos días tenía tres copias de “La farsa” ensobradas y listas para ser enviadas a la dirección que me había dado. Después de pensarlo un poco, decidí que las llevaría yo mismo (tal vez con la esperanza de verla aunque fuera por un segundo).
No me atendió ella, por supuesto. Me mandó a decir por un patovica que le dejara mi número, que ella me llamaría después. Y así lo hice.
-Muy interesante “La farsa”. De todos modos, creo que si acepta mi propuesta vamos a tener que trabajarlo un poco.
La verdad es que no entendía bien de qué estaba hablando, pero me entusiasmó mucho la idea de trabajar mi texto con ella. Le dije que no quería esperar más, que me dijera de qué se trataba. Pero ella siguió con lo suyo:
-Primero vamos a tener que alargarlo un poco, como para que sea una novela corta. Además, va a tener que cambiarle un poco ese tono púber que tiene. No olvide que yo soy una mujer hecha y derecha.
Estaba realmente perdido. Una de dos: o yo era un soquete que no lograba sobrentender la oferta, o ella se había enroscado tanto que no sabía cómo hacer para decir las cosas como eran. Un poco más adelante, cuando la propuesta salió del todo a la luz me di cuenta de que la correcta era la segunda.
-No me presione, no es tan fácil [Pausa]. No creo que Usted logre entenderlo, pero lo que yo quiero es publicar su texto.
Sentí un fuerte golpeteo en el pecho. Se me subió la sangre a la cabeza; se me nubló la vista. Me ganó la emoción: no me salió una palabra.
Enseguida me aclaró que había un par de condiciones y que me las transmitiría cuando llegara el momento.
Apenas colgué el auricular volví a levantarlo para hablarle a Ernesto:
-Algo debe tener pensado. No puede ser que de puro generosa decida publicar un cuento tuyo. Ni siquiera te conoce.
No podía creer que dijera eso. Era LA oportunidad para mi carrera, justo el empuje que necesitaba. Discutimos fuerte; le respondí que eso lo decía de puro envidioso, porque él no había tenido ni tendría una chance como la mía.
-Tal vez no te des cuenta ahora, pero tarde o temprano vas a ver que la vieja no te va a hacer un favor a cambio de nada [Pausa] Para algo te tiene que estar usando.
Colgué el teléfono y decidí que no hablaría con Ernesto por mucho tiempo. Había llegado a resultarme odioso.
Me senté en el escritorio frente a “La farsa” para empezar a trabajarlo como ella me había pedido. Pasé días y horas frente al texto y no logré mucho. Entonces la llamé.
-¿Cuál es el problema, querido? No es tan complicado alargar un texto.
Le respondí que ya había terminado de alargarlo y que no sabía cómo reformar el estilo, y que tampoco entendía para qué tenía que hacerlo. Insistí mucho sobre este punto, hasta que ella me explicó por qué:
-Cuando todo esté terminado, vamos a publicar La farsa como si fuera mío.
¿Cómo? No podía ser. Le pedí que me explicara con detalles y paciencia todo lo que había pensado.
-Primero, quiero confesarle algo. Usted tenía absoluta razón: mi producción artística no avanza desde hace años. Y mi encierro tuvo que ver con eso. Un día quise escribir algo y no me inspiré, al día siguiente lo mismo, y así como por un mes. Entonces pensé que no podía declararme en bancarrota de talento y decidí que me escondería en mi casa y que haría creer a todos que no publicaba nada porque me había vuelto totalmente egocéntrica. [Pausa] No estoy segura de cuánto tiempo más voy a vivir, lo que sé es que hay una sola forma de redimirme: publicar algo de lo que se supone que estuve produciendo todos estos años.
Yo lo entendía todo, salvo mi papel en su farsa. ¿Qué ganaba yo con publicar un texto mío con su nombre?
-Por ahora, no mucho. Si usted acepta, le concedo una entrevista totalmente exclusiva en la que pueda describir mi regreso y anticipar mi última obra titulada La farsa. Después de eso, sí, ya comienza a ser más fructífero para usted: yo desaparezco de la escena, no publico nada más y usted entonces tiene espacio para hablar de mí todo lo que se le de la gana.
Le dije que tendría que pensarlo bien, que no era una decisión que yo pudiera tomar así como así. Necesitaba mi tiempo.
-Me parece perfecto. Puedo esperarlo, no hay ningún problema.
Me tomé una semana. Pensé constantemente en eso, ni se me cruzaron otras cosas. Incluso llegué a soñar con la vieja. Y con Ernesto también, obviamente. Los imaginé juntos, planeando mi destrucción mientras tenían sexo lujurioso. También soñé que aceptaba y después me volvía conocido como EL periodista experto en la vieja, que lo único que había publicado en su vida eran notas sobre ella. Imaginé todas las posibilidades.
La verdad tenía dos caras en este asunto. Por un lado, me parecía totalmente incorrecto de su parte pedirme que le regalara mi texto para redimirse y poder llegar al cielo de los artistas o a algún lugar semejante. Pero, por otro lado, yo no tenía ninguna chance de hacerme conocido sin un empujoncito o un pequeño puntapié. Finalmente, decidí que no aceptaría y, todavía vacilando, la llamé para decírselo:
-Es una lástima. No le vendría nada mal un poco de ayuda para hacerse conocido y, definitivamente, escribir sobre mí, ser el único periodista al que le concedo una entrevista en años, le resultaría muy útil.
Le pregunté qué podía escribir sobre ella cuando desapareciera de escena. Quería saber cuáles eran las restricciones.
-Las que usted se quiera poner a sí mismo. Yo le doy el espacio y algo de renombre. Las palabras las pone usted.
Entonces acepté. Pensé para mí mismo que me dedicaría a escribir cómo un ícono del cine y la literatura se había encargado de robarme mi ópera prima. Pero ya ven, nunca mencioné su nombre.

martes, 6 de marzo de 2007

viernes, 2 de marzo de 2007

La deconstrucción

Esto se hace así. Vamos sacando ladrillo por ladrillo, amigos, letra por letra. No vamos a derruir los edificios textuales que nos dejó el pasado. Queremos deconstruirlos ¿Cómo? Hay que desmenuzarlos pieza por pieza, ver cómo están montados y rearmarlos con nuevos conceptos y materiales. La idea no es demoler la casa, así sin más, porque, claro, no queremos quedarnos sin texto bajo el que cobijarnos. El proyecto es complejo: les propongo que los ladrillos de vidrio no se opongan a los de arcilla, que ninguno de ellos predomine por sobre el otro. No definamos un material en oposición al otro, queremos que la oscuridad sea un valor en sí mismo, no una creación artificial, impura. No olvidemos las estructuras que heredamos del pasado: el adobe y la escritura son resistentes, tienen lo suyo propio y podemos volver a usarlos.
Tenemos que revolucionar los planos de nuestros edificios textuales. Nada de conservar la vieja oposición sujeto-objeto, camaradas. No descansaremos hasta deconstruir la metafísica vetusta que opone cemento y adobe, naturaleza y cultura. Nuestras casas-textos ya no se montarán sobre la opresión del segundo término del par. Acá el amigo Jacques trae nuevas ideas: la deconstrucción comienza buscando errores en las junturas. Hemos de repasar una y otra vez hasta quitar cada mancha de alquitrán, cada punto y coma que organice las oposiciones falo-no falo, teja-no teja. Ya no va a hacer falta encartelar nuestras edificaciones para mostrar de qué tipo son: cuando aparezcan marcas como “esto es un relato de ficción, una novela” las leeremos como ficcionales en sí mismas. Nada de aceptar predeterminaciones genéricas: un rascacielos no será tal cosa hasta que no hayamos llegado al último piso y dejado la huella de nuestros traseros en una nube.
Los arquitectos de las palabras no dejarán nunca de firmar su escritura, de ponerle su marca para intentar un cierre de interpretación. Sin embargo, parte de nuestro proyecto consiste en reconocer que el hacinamiento y la habitacionalidad, así como la relectura del sentido, son fenómenos incontrolables para quien construye. La ausencia del habitario a la hora de la redacción del cemento y del arquitecto en el momento de la mudanza al texto nuevo, esta no concurrencia en tiempo y lugar de autor (que no ha muerto, ¡no ha muerto!) y receptor, producen la independencia del texto, del aparato de lectura, respecto de sus condiciones de construcción. Inevitablemente, las edificaciones verbales se leen en forma independiente de las intenciones del arquitecto y de la industria de la construcción. Y, cuando nos encontremos con un sentido fijo, tengamos en cuenta que eso no se produce sino a través de una lucha violenta, en la cual probablemente esté involucrada alguna mafia.
Eso sí, hay que ir despacio, muy cautelosamente: un movimiento en falso y nos volveremos tan cementocéntricos como los más falogocéntricos.

Nini, en devenir-avispa